De: Galdós
“Soñemos, alma, soñemos” (1903)
Aprendamos, con lento estudio, a conocer lo que está muerto y
lo que está vivo en el alma nuestra, en
el alma española. Aprendámoslo aplicando el oído
al palpitar de estos enojos que reclaman justicia,
equidad, orden, medios de existencia. Apliquemos todos los sentidos
a la observación de los estímulos
que apenas nacen se convierten en fuerzas, de los desconsuelos que
derivan lentamente hacia la
esperanza, de la gestación que actúa en los senos del
arte, de la industria, de la ciencia... Observemos
cómo el pensamiento trata de buscar los resortes rudimentarios
de la acción, y cómo la acción tantea
su primer gesto, su primer paso.
Al examinar lo que caducó y lo que germina en el alma nuestra,
observemos la triste ventaja que da la
tradición a las ideas y formas de la vieja España. Las
diputamos muertas, y vemos que no acaban de
morirse. Las enterramos y se escapan de sus mal cerradas tumbas. Cuando
menos se piensa, salen por
ahí cadáveres que nos increpan con voz estertorosa, y
arremeten con brío y dureza de huesos sin carne
contra todo lo que vive, contra lo que quiere vivir: defendámonos.
Respetando lo que la tradición tenga
de respetable, rechacemos el espíritu mortuorio que en buena
parte de la Nación prevalece aún,
«dilettantismo» del morir y de toda destrucción.
Tengamos propósito firme de adquirir vida robusta y de
creer con todo el vigor y salud que podamos. Declaremos que es innoble
y fea cosa el vivir con media
vida, y procuremos arrojar del alma todo resabio ascético. Ninguna
falta nos hacen sufrimientos ni
martirios que no vengan de la Naturaleza por ley superior a nuestra
voluntad. Lo primero que tiene que
hacer el alma remozada es penetrarse bien de la necesidad de evitar
a su cuerpo los enflaquecimientos
y desmayos producidos por ayunos voluntarios o forzosos. Detestamos
el frío y la desnudez; anhelamos
el bienestar, el cómodo arreglo de todas nuestras horas, así
las de faena como las de descanso.
Creemos que la pobreza es un mal y una injusticia, y la combatiremos
dentro de la estricta ley del «tuyo
y mío». Trabajaremos metódicamente con el despabilado
pensamiento, o con las manos hábiles, atentos
siempre a que esta pacienzuda labor nos lleve a poseer cuanto es necesario
para una vida modesta y
feliz, con todo lo que la sostiene y vigoriza, con todo lo que la recrea
y embellece. Opongamos
briosamente este propósito al furor de los ministros de la muerte
nacional, y declaremos que no nos
matarán aunque descarguen sobre nuestras cabezas los más
fieros golpes; que no nos acabará
tampoco el desprecio asfixiante; que no habrá malicia que nos
inutilice no rayo que nos parta. De todas
las especies de muerte que traiga contra nosotros el amojamado esperpento
de las viejas rutinas,
resucitaremos.
El pesimismo que la España caduca nos predica para prepararnos
a un deshonroso morir, ha
generalizado una idea falsa. La catástrofe del 98 sugiere a
muchos la idea de un inmenso bajón de la
raza y de su energía. No hay tal bajón ni cosa que lo
valga. Mirando un poco hacia lo pasado, veremos
que, con catástrofe o sin ella, los últimos cincuenta
años del siglo anterior marcan un progreso de
incalculable significación, progreso puramente espiritual escondido
en la vaguedad de las costumbres.
Después del 54 y del 68, consumadas las revoluciones que sólo
alteraban la superficie de las cosas, el
ser doméstico, digámoslo así, de nuestra raza,
pobre y ociosa, sin trabajo interior ni política
internacional, se caracterizaba por la delegación de toda vitalidad
en manos del Estado. El Estado hacía
y deshacía la existencia general. La sociedad descansaba en
él para el sostenimiento de su
consistencia orgánica, y el individuo le pedía la nutrición,
el hogar y hasta la luz. Las clases más
ilustradas reclamaban y obtenían el socorro del sueldo. Había
dos noblezas, la de los pergaminos y la
de los expedientes, y los puestos más altos de la burocracia
se asimilaban a la grandeza de España. Un
socialismo bastardo ponía en manos del Estado la distribución
de la sopa y los garbanzos del pobre, de
los manjares trufados del rico. Al olor de aquella sopa y de los buenos
guisos acudía la juventud dorada,
la plateada y la de cobre... Pues de entonces acá, en el lento
correr de los días de la Revolución de
Septiembre, del reinado de D. Amadeo, de la efímera República,
de la Restauración y Regencia, se ha
determinado una transformación radical, que ya vieron los despabilados,
y ahora empiezan a ver los
ciegos. Va siendo general la idea de que se puede vivir sin abonarse
por medio de una credencial a los
comederos del Estado: de éste se espera muy poco en el sentido
de abrir caminos anchos y nuevos a
los negocios, a la industria y a las artes. El país se ha mirado
en el espejo de su conciencia,
horrorizándose de verse compuesto de un rebaño de analfabetos
conducido a la miseria por otro rebaño
de abogados. Del Estado se espera cada día menos; cada día
más del esfuerzo de las colectividades,
de la perseverancia y agudeza del individuo. Detrás, o más
bien debajo de la vida entera del Estado,
alienta otra vida que remusga y crece, y adquiere savia en las capas
internas. En cincuenta años, es
incalculable el número de los que han aprendido a subsistir
sin acercar sus labios a las que un tiempo
fueron lozanas ubres, y hoy cuelgan flácidas: los españoles
han crecido; comen, ya no maman.
Aceptamos al Estado como administrador de lo nuestro, como regulador
de la vida de relación; ya no lo
queremos como principio vital, ni como fondista y posadero, ni menos
como nodriza. ¿No es esto un
gran progreso, el mayor que puede imaginarse?
Benito Pérez Galdós
1834-1920
Escritor español. Nace en Las Palmas de Gran Canaria, donde
inicia sus estudios y luego se traslada a La Laguna, Tenerife, para terminarlos.
En Madrid estudia derecho, carrera que no concluye. Al lado de su educación
formal desarrolla habilidades en pintura y música. Como pintor ilustra
la primera edición de sus Episodios nacionales,
obra de 46 novelas que conforman un cuadro de la historia española
desde la guerra de la independencia hasta las luchas civiles y los conflictos
políticos del siglo XIX. Conoce Europa e incursiona en el mundo
político de su país como diputado en varias ocasiones. La
constante en su producción novelística es el hecho histórico
junto con el cuestionamiento de las realidades sociales y el elemento costumbrista
urbano. Periodista desde muy temprana edad y en sus novelas se destaca
el estilo ágil de este género literario. Su abundante producción
es objetiva y realista. Su poder de imaginativo y de observador le permiten
crear innumerables personajes y situaciones llenas de calidez humana en
obras como Miau, Doña
Perfecta, Fortunata y Jacinta,
La de Brigas, Misericordia. La primera novela publicada es La
fortuna de oro y a partir de ese momento su producción
ha sido constante. La familia de León Roch,
El amigo manso, Nazarín,
Marianela, Tormento, Bailén, Angel Guerra, El 2 de mayo, Zaragoza
son algunas de sus obras. Incurciona en el teatrocon La
de San Quintín, Sor Simona, El abuelo, La loca de la casa, Electra.
Realidad y otras. Se le nombra miembro vitalicio de la Academia
de la Lengua. Muere ciego en Madrid.
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